Salvemos el cine catástrofe

Valeria Foglia
11 min readMar 20, 2022

Por Valeria Foglia | @valeriafgl

Las películas sobre desastres son apasionantes, especialmente si involucran la acción de las fuerzas de la naturaleza. No voy a mentir: me encanta ver el mundo arder, olas enormes que tapan ciudades y gente que lucha por sobrevivir en un planeta sin agua ni comida. Ya sea que los sucesos se desaten por algún desbarajuste climático o el impacto de un meteorito, si dicen cine catástrofe yo me anoto: vi Twister, El día después de mañana, Impacto profundo, Armageddon, La tormenta perfecta, 2012, Interestelar, San Andreas, El final de todo, Greenland, Geostorm, etc. Casi todas las producciones en esa suerte de revival de las disaster movies, una tercera etapa entre fines del siglo XX y primeras décadas del XXI, donde las maquetas ridículas y las imágenes de archivo de los 70 les cedieron paso a los efectos especiales y el CGI.

Aunque en las últimas décadas se haya inventado casi todo, los guiones abunden en inexactitudes científicas que no resisten una revisión por pares y hasta identifiquemos groseras copias entre algunos de los largometrajes más taquilleros, no renuncio a la catástrofe, ese viaje a lo improbable y distante de nuestra realidad.

¿Improbable y distante? Ese es el punto. El auge de este subgénero –la década de 1970– coincidió sugestivamente con un punto de inflexión en el equilibrio del sistema Tierra, aunque por entonces no se conociese su dimensión total.

Earthquake (1974)

Hoy sabemos que en 1974, mientras Charlton Heston, Ava Gardner y Geneviève Bujold protagonizaban un triángulo amoroso en medio de un enorme terremoto en Los Ángeles, la temperatura de la superficie terrestre comenzaba a aumentar más rápido que en ningún otro período de cincuenta años en por lo menos los últimos dos milenios.

Era 1978 cuando Rock Hudson filmó Avalancha, donde debe rebuscárselas para no morir sepultado bajo la nieve en un complejo turístico, coincidiendo con la hipótesis en boga de que la Tierra se estaba enfriando y aproximándose a una nueva era glacial. Ese mismo año, sin embargo, científicos de Exxon advirtieron a la petrolera norteamericana sobre el efecto de sus emisiones de dióxido de carbono (CO2) en el calentamiento global, una expresión que comenzaba a usarse.

Impacto profundo (1998)

Costumbrismo

El cine catástrofe atrae porque es desmesurado y majestuoso, porque expone las miserias y grandezas de la humanidad en situaciones límite. Lo vimos desde pequeños durante “sábados de superacción” en la comodidad del sillón o aferrados a la butaca de un cine repleto de otros seres humanos que se sabían a salvo de esos avatares, a un colectivo o subte de distancia de la tranquilidad del hogar.

Ahora los desastres de la naturaleza acaparan titulares en portales, redes sociales y zócalos de televisión. Aunque no ofrezcan fenómenos extremos nuevos (no es que bajen aliens de una nave), estos son más frecuentes e intensos. Si ya sucedían en una región, se anticipan y prolongan, como las temporadas de incendios. Ahora son parte del paisaje ciudades sepultadas por ríos de lodo que corren con la fuerza de rápidos, tormentas de miles de rayos que alimentan incendios descontrolados, inundaciones severas, huracanes y tifones que no dan tiempo a prepararse, ríos prácticamente secos, megasequías que provocan hambrunas, olas de calor mortales, destrucción de carreteras y puentes, miles de muertos, desplazados, conflictos y pérdidas multimillonarias. Y eso solo en 2021.

Aunque se apoye en elementos que le den verosimilitud y hasta intentos de explicación científica, el cine catástrofe no necesita ser realista ni pintar escenarios cotidianos. La ficción nos asombra y genera adrenalina, con una tranquilidad que no ofrecen los documentales: lo que se ve en pantalla es improbable, al menos en nuestro ciclo vital, cuando no es directamente flojo de papeles en términos científicos.

San Andreas (2015)

Científicos ignorados

Una frase popular dice que en la base de todo largometraje sobre catástrofes hay un científico ignorado por el Gobierno. Pongamos por caso a Jack Hall, el paleoclimatólogo interpretado por Dennis Quaid en El día después de mañana. Tras una expedición a la Antártida, Hall expone ante la ONU para alertar sobre el freno de la Circulación de Reversión Meridional del Atlántico (AMOC) y una nueva glaciación por el avance del calentamiento global, pero el vicepresidente lo acusa de “sensacionalista” (¿suena familiar?) y habla de costos económicos: “No podemos evacuar la mitad del país porque un científico piensa que el clima está cambiando”.

En Geostorm a Gerard Butler –actor emblema del subgénero en los últimos años — lo echan de su trabajo como jefe de una red global de satélites por saltarse protocolos para intentar dispersar un tifón en medio de cambios abruptos y peligrosos en el clima. Independientemente de la factibilidad de este sistema y de que el film oriente al espectador hacia soluciones meramente tecnológicas, el despido de Jake Lawson vale como ejemplo.

Pero aun si se diese el caso de que los Gobiernos escucharan las advertencias de los expertos, la opción en el cine es salvar a unos pocos tardíamente y con métodos crueles, algo que vimos en Impacto profundo con el presidente encarnado por Morgan Freeman, y hasta desplegar tecnología para hacer negocios con el inminente peligro, como ejemplificó brutalmente Don’t Look Up con ese gurú billonario, un híbrido entre Elon Musk, Jeff Bezos, Mark Zuckerberg y Bill Gates.

No es ficción: las advertencias de los científicos fueron de hecho ninguneadas por los Gobiernos, y durante mucho tiempo aquellos fueron personalmente descalificados como “profetas del Apocalipsis”.

Sexta extinción masiva, alteración del 75 % de la superficie terrestre no cubierta de hielo, cambios sin precedentes en miles de años, calentamiento acelerado hacia puntos de no retorno –más allá del aumento del 1.5 °C respecto a 1850/1900–, retroceso masivo de glaciares y montañas polares, suba del nivel del mar por derretimiento del hielo en Groenlandia, la Antártida y especialmente el Ártico (que perderá todo su hielo marino durante septiembre al menos una vez antes de 2050), acidificación de los océanos, olas de calor marinas, fuertes tormentas e intensificación de ciclones, deslizamientos de tierra, desaparición de naciones insulares, sabanización de selvas tropicales, destrucción de infraestructura y hogares en las ciudades, millones de migrantes y refugiados, proliferación de enfermedades virales, megasequías y hambrunas, entre otros riesgos simultáneos que más allá de 2040 –menos de dos décadas– podrían volverse incontrolables e irreversibles.

No es el borrador de un guion cinematográfico: son los fenómenos proyectados por el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre Cambio Climático de la ONU si no se frenan las emisiones de gases de efecto invernadero. En lugar de verlos en la pantalla grande con música de John Williams o Hans Zimmer, lo más probable es que vivamos las consecuencias en carne propia, especialmente el 60 % de la población mundial que vive en ciudades, por no hablar de las futuras generaciones.

Don’t Look Up (2021)

El consenso general de la comunidad científica es que las medidas que se tomen durante esta década son claves. Pero las alarmas han sonado durante las previas sin despertar el interés de los Gobiernos a nivel global, y especialmente los de los llamados países centrales, principales responsables de las emisiones contaminantes a través de los combustibles fósiles. En países como Argentina, los cambios en el uso del suelo mediante incendios, desmontes y otras actividades para la agroindustria, las forestales, la minería y otros rubros extractivistas también son fuentes de emisiones y despojan a millones de sus medios de vida tradicionales.

Así como las grandes empresas de petróleo y gas sabían qué consecuencias generaba su actividad, luego del suceso local y global del primer Día de la Tierra el 22 de abril de 1970, los Gobiernos se llenaron de organismos científicos que los asesoraban sin alterar su business as usual. No se trata de que el mensaje no haya llegado: no hubo ni hay voluntad política de tomar medidas urgentes y radicales por parte de aquellos que administran Estados como si el sistema Tierra fuera infinito.

De La aventura del Poseidón a Greenland

  • En 1972 Donella y Dennis Meadows, científicos del Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT), y un equipo de trabajo con especialistas de otros países, publicaron Los límites del crecimiento, un informe encargado por el Club de Roma que advirtió que si el aumento poblacional, la industrialización, la contaminación, la producción de alimentos y la explotación de la naturaleza se mantienen sin variación, la Tierra alcanzará sus límites.
  • Ese mismo año se realizó la primera cumbre ambiental en Estocolmo.
  • El Programa Mundial de Investigaciones Climáticas se crea en 1979 para determinar y predecir la influencia de actividades humanas sobre el clima de la Tierra.
  • En 1987 se funda el Programa Internacional Biósfera Geósfera (IGBP) con la misión de “describir y comprender los procesos físicos, químicos y biológicos que regulan todo el sistema Tierra, el ambiente único que proporciona para la vida, los cambios que están ocurriendo en este sistema y la forma en que estos cambios están influenciados por las actividades humanas”.
  • En plena ola de calor en Washington en 1988, James Hansen, climatólogo del Instituto Espacial Goddard de la NASA, dio testimonio ante el Congreso de EE. UU. sobre el calentamiento global, su relación con el efecto invernadero y la probabilidad de eventos extremos que lleven a la inhabitabilidad de ciertas regiones del planeta.
  • La Organización Meteorológica Mundial y el Programa de la ONU para el Medio Ambiente fundaron el IPCC ese mismo año. En 1990 publicó su primer informe de evaluación, y ya va por el sexto (2021–2022).
  • En 1992 tuvo lugar en Río de Janeiro la “Cumbre de la Tierra”, que reunió a casi doscientos países y miles de representantes dos décadas después del encuentro en Suecia. “Para alcanzar el desarrollo sostenible, la protección del ambiente debe ser parte del proceso de desarrollo y no puede ser considerada por separado”, dice su principio número cuatro.
  • En 2000 Paul Crutzen propone dejar de hablar de Holoceno y empezar a considerar el Antropoceno como nueva época geológica, caracterizada por el impacto contemporáneo de las actividades humanas en el ambiente global. Aún debe ser reconocido por la Unión Internacional de Ciencias Geológicas.
  • En 2009 decenas de científicos liderados por Johan Rockström, del Centro de Resiliencia de Estocolmo, y Will Steffen, de la Universidad Nacional Australiana, propusieron el concepto de límites planetarios: nueve procesos fundamentales para la estabilidad de la Tierra.
  • El “reporte del 1.5 °C” del IPCC de 2018 fue una bisagra para el movimiento ambiental: si no se limitan las emisiones, un aumento en la temperatura terrestre superior a esa cifra producirá “impactos desafiantes” en ecosistemas y comunidades.
  • En 2020 nació Scientist Rebellion, una agrupación de profesionales de la ciencia, que, inspirados por el movimiento juvenil climático de los últimos años, llaman a una “resistencia civil no violenta” para exponer la gravedad de la emergencia climática y reclamar descarbonización, decrecimiento y transición justa hacia un sistema sostenible.

Literatura científica no faltó (solo el reporte del Grupo de Trabajo II del IPCC publicado en 2022 tiene más de tres mil páginas). Sin embargo, las noticias y los estudios sobre la crisis planetaria no fueron un parteaguas para la acción global de quienes están en el poder.

James Hansen fue varias veces detenido por protestar tras abandonar la NASA y volcarse al activismo. Michael Kuperberg, científico a cargo del Informe Nacional del Clima, fue despedido durante la administración de Donald Trump. Jair Bolsonaro removió al director del Instituto Nacional de Investigación Espacial de Brasil tras la divulgación de datos sobre la deforestación de la Amazonía.

Pero la respuesta más habitual en los tiempos de la corrección política es dar la razón –el último sumario para formuladores de políticas del IPCC fue aprobado por cientos de Estados–, pactar compromisos (no vinculantes) en cumbres mundiales y financiar investigaciones, mientras se sigue subsidiando la exploración, extracción y quema de combustibles fósiles, por ejemplo, en lugar de dar impulso a las energías renovables.

Hace más de tres décadas la comunidad científica fue oída y atendida: en 1987, dos años después de que la British Antarctic Survey descubriera el agujero de ozono, se acordó el Protocolo de Montreal, una cooperación internacional inédita para la eliminación de emisiones de clorofluorocarbonos e hidroclorofluorocarbonos, responsables del agotamiento de la capa que protege a la Tierra de las radiaciones ultravioletas del Sol.

Aunque sin cantar victoria en forma definitiva, se logró estabilizar y luego reducir las concentraciones de estas sustancias químicas en aerosoles y refrigerantes. Pero una cosa es discontinuar contaminantes en algunos productos ante una amenaza inminente e inaplazable y otra es poner en cuestión la matriz energética, productiva y de consumo del capitalismo a nivel mundial.

Twister (1996)

¿Final feliz?

En un recomendable artículo de The Guardian, el editor y activista australiano Jeff Sparrow se pregunta si, a contramano de lo que se pensaba hace algunos años, enfocarse en desastres concretos distrae de la lucha contra la crisis climática. Australia pasó de la emergencia de los incendios forestales de 2019/2020 a la catástrofe de las inundaciones de 2022 (advertida mucho antes por los especialistas) sin que el primer ministro Scott Morrison dejara de militar los combustibles fósiles, especialmente el carbón. “Hemos permitido que los síntomas del colapso ecológico proliferen tanto como para hacer que abordar las causas subyacentes sea cada vez más difícil”, se lamenta Sparrow.

El doctor Ilan Kelman, del University College de Londres, se especializa en desastres y salud. En la línea de Sparrow, Kelman identifica que a los desastres y conflictos que sobrevienen tras eventos naturales extremos los anteceden situaciones de pobreza y vulnerabilidad en el acceso a servicios esenciales e infraestructura. Es la política y no el cambio climático la responsable de la crisis, dice el científico.

Todavía estamos a tiempo de prevenir, adaptarnos y mitigar escenarios así: hoy las condiciones del planeta Tierra están a medio camino entre el cine catástrofe y el posapocalíptico. Aunque no se pronostican zombis, de Mad Max a Mar de la Tranquilidad no son pocas las ficciones de este otro subgénero que muestran cómo sería un mundo sin agua. Spoiler: no es bonito.

Quiero ver tornados que pulvericen el cartel de Hollywood en Los Ángeles. Tsunamis que sumerjan Nueva York y obliguen a las personas a refugiarse en torres improvisadas. Tormentas eléctricas, apagones e incendios en zonas rurales. París envuelta en polvo. Pero solo en las películas.

No dejemos morir el cine catástrofe, ese entretenimiento pochoclero al que no le pedimos demasiadas credenciales. Pero, sobre todo, no dejemos morir la vida en nuestro planeta. Las películas de desastres nos enseñan que el mundo es frágil y todo puede cambiar radicalmente de un momento a otro.

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Valeria Foglia

Espacio autogestivo sobre la crisis climática y ecológica. Historias de la ciencia comprometida y las experiencias de lucha y resistencia. ✊🏻🌎